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Homilías de Pedro José Martínez Robles

Sábado, 13. Octubre 2012 - 13:43 Hora
Domingo XXVIII del tiempo ordinario (Ciclo B)

0.- Queridos hermanos: hoy la Palabra que acaba de ser proclamada nos invita a buscar la auténtica sabiduría; y la verdadera sabiduría para nosotros está en la Palabra de Dios, en el Evangelio de Jesús, donde él –que es la encarnación de la sabiduría nos invita a ser verdaderos discípulos.

1.- La sabiduría en sentido bíblico no es un cúmulo de conocimientos, el sabio no es quien sabe muchas cosas, sino quien sabe conducirse según los valores más altos y nobles del ser humano. La sabiduría verdadera es experiencia de vida. Por eso la veneración en el mundo antiguo de la ancianidad (para la sociedad de hoy lo que vale es la juventud, la belleza externa... un anciano, un sabio, hoy en día para muchos es un mueble que hay que quitar de en medio, que molesta). “La preferí a la salud y a la belleza”: la sabiduría es el tesoro más grande que la persona puede adquirir “todos los bienes juntos me vinieron con ella”, es la capacidad también de orientar la existencia según la voluntad de Dios en todo: “me propuse tenerla por luz porque su resplandor no tiene ocaso”
Para nosotros la sabiduría está en la Palabra de Dios y, sobre todo está en Jesucristo, 'sabiduría de Dios' en palabras de San Pablo. ¿Por qué? Porque para nosotros el Hijo de Dios encarnado es quien orienta nuestra vida, es el tesoro más grande, la perla preciosa, es quien nos estimula, quien nos anima para caminar, para seguirle.

2.- Verdaderamente el Evangelio de hoy es “tajante como espada de doble filo”; si lo escuchamos en profundidad, si lo meditamos confrontándolo con nuestra vida vemos cómo se produce ese “efecto espada”: separa, criba, corta nuestra vida; nos pone ante nuestra debilidad, ante nuestros egoísmos y también ante la verdad del seguimiento de Jesús; como ha dicho la Carta a los Hebreos, el Evangelio “juzga los deseos e intenciones del corazón”.
Hemos visto que Jesús se encuentra con un hombre rico y piadoso, pero sucede que su corazón está sofocado por el apego a los bienes materiales.
A aquel hombre rico lo vemos obsesionado por acumular, y no sólo bienes materiales, sino también méritos y prácticas religiosas. Y Jesús le hace ver “con cariño” que la vida eterna no se consigue añadiendo, sino más bien restando, vendiendo, dando, hasta quedar totalmente despojado, ligero y libre para seguir a Jesús. Por eso nadie encontrará tantas dificultades para entrar en el reino de los cielos como los ricos, porque están apegados a sus riquezas, porque “no se puede servir a dos señores, no se puede servir a Dios y al dinero”.
Instruye Jesús también a sus discípulos (que están espantados): para nadie será fácil la entrada en el Reino de Dios, por tanto “¿quién puede salvarse?”. Mirad, nadie puede conseguir la salvación, por sí mismo. No es una conquista humana, no es fruto de nuestros esfuerzos, de nuestra voluntad: es un milagro de la gracia divina. Nosotros no nos salvamos. Somos salvados, “para Dios nada hay imposible”. Y la salvación es el regalo que otorgará Dios en el futuro a aquellos que decidan desprenderse de todo por responder a la llamada de Jesús a seguirle.
Quizá hoy tenemos que experimentar que Jesús nos mira con cariño y nos dice: “Una cosa te falta, anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, y luego sígueme”. Jesús nos lo dice a nosotros, a cada uno de nosotros, a ti y a mí; y este es el criterio para seguirle, para ser un verdadero discípulo: despojarnos de todo aquello que nos pueda atar, de todo lo que sea un peso para seguir libremente a Jesús por ese camino de luz y de cruz que nos propone. Y no sólo se trata de bienes materiales, se trata también de la conciencia de que nada podemos sin él, de que nosotros somos demasiado pequeños para obtener algo tan grande como la salvación, se trata de ponernos sólo en sus manos para seguirle, para ir tras él.
Es tajante la Palabra de Dios, sí. Miremos nuestra vida, y miremos qué nos falta. Hagamos silencio en el corazón y que resuenen las Palabras del Maestro: “Una cosa te falta...”

Sábado, 6. Octubre 2012 - 17:52 Hora
Domingo XXVII del Tiempo Ordinario

Las lecturas bíblicas de este domingo nos ofrecen lo que podríamos llamar lo fundamental de “la visión cristiana del matrimonio”. La primera lectura, tomada del segundo relato de la creación (Gen 2), y el evangelio están profundamente relacionadas. En ambas se hace referencia al proyecto originario de Dios que ha creado al ser humano para la relación y para la comunión, porque “no es bueno que el hombre esté solo” (Gen 2,18). Expresión sublime de esta vocación es la relación amorosa entre el hombre y la mujer, santificada por el matrimonio y elevada al esplendor de una comunión plena y eterna.

La Primera lectura está tomada del segundo relato de la creación y nos ofrece una reflexión sapiencial sobre el origen, el sentido y la vocación del hombre de todos los tiempos. Se trata de una visión de fe sobre el misterio del ser humano, considerado a la luz de una triple relación fundamental, con Dios, con el mundo y con los demás. Los versículos que se proclaman hoy en la liturgia se refieren al tercer aspecto: la relación del hombre con sus semejantes.

Después que Dios ha creado al adam, al ser humano, el texto bíblico afirma: “No es bueno que el adam esté solo”. El término adam se refiere a la humanidad como existencia que ha brotado de las manos de Dios. Y el texto bíblico afirma que esta humanidad encuentra su sentido pleno solamente en el misterio de la alteridad, del descubrimiento y la aceptación del otro.

Se juzga como negativa “la soledad”, pues es una realidad cercana a la muerte. Por eso Dios decide proporcionarle al hombre “una ayuda adecuada”. Y así crea al otro. Intenta crear una realidad con la cual el ser humano pueda entablar una relación basada en la semejanza, en la reciprocidad y en el diálogo. Por eso el primer intento (la creación de los animales) resulta insuficiente. El hombre pone nombre a los animales, es decir, toma posesión, domina sobre la creación y penetra los secretos de la naturaleza. Pero esto no basta. El ser humano sigue incompleto.

Las primeras palabras del ser humano en la Biblia son “Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (v. 23). Tienen el estilo y el ritmo de una poesía de amor. Es la toma de conciencia de la propia verdad, a la cual se llega solamente a través del reconocimiento del otro como diverso y semejante al mismo tiempo.

Hemos escuchado en el evangelio (Mc 10, 2-16) cómo Jesús enseña a sus discípulos mientras va de camino a Jerusalén.

Unos fariseos, que quieren poner a prueba a Jesús, le preguntan si es lícito al marido separarse de su mujer. Estos piadosos judíos interpretan el tema a la luz de un texto de la Ley que contempla la posibilidad de alejarse de la mujer a condición de darle un acta de repudio. Pero Jesús se remonta al proyecto originario de Dios en los relatos de la creación, relativizando la normativa de Moisés, establecida “por vuestra terquedad” (v. 5). Para Jesús es más decisivo el texto de Génesis, en donde se afirma la igualdad del hombre y la mujer, y se habla del matrimonio como vínculo gozoso, fiel e indisoluble entre dos seres humanos. Jesús no acepta una ley en donde el hombre domina a la mujer y tampoco acepta una normativa machista que permite el divorcio otorgando al hombre todos los derechos. Jesús proclama, por una parte, la mutua responsabilidad del hombre y la mujer en el amor recíproco (“Dios los creó hombre y mujer”) y la dimensión de fidelidad inquebrantable que comporta el matrimonio (“lo que Dios unió que no lo separe el hombre”).

En un segundo momento, Jesús instruye a los discípulos sobre la misma temática. Quien habla es el Mesías fiel, dispuesto a entregar su vida por todos. Instruye a los suyos a la luz de su camino de donación amorosa e incondicional. Él, el Maestro, no rechaza a nadie, no excluye a nadie, es fiel hasta el final en un amor generoso, gratuito, salvador. Explica a los suyos el gran misterio de la igualdad entre el esposo y la esposa, unidos en un vínculo matrimonial definitivo e indisoluble. Sólo a la luz de la cruz se puede entender la posición de Jesús sobre el matrimonio. Sólo él, que fue rechazado y sometido a la muerte, sin rechazar a nadie y perdonando sin límites, puede proclamar una radical negativa del divorcio. Sólo a la luz de Jesús y con la gracia de Jesús los hombres saben y experimentan que es posible el amor fiel. Jesús, que dijo sí a Dios y a los hombres, hace posible el sí entre los suyos.

Son hoy también muchos los que todavía se preguntan: ¿Por qué la Iglesia no admite el divorcio ni el desenlace final, cuando aquel compromiso, aquella primera entrega en el amor, se rompió definitivamente sin abrigar salida alguna ya? La Iglesia tiene esta razón recibida del Señor, sobre todas las otras que puedan convencer: sencillamente, porque ni ella ni nadie pueden romper lo que Dios volvió a unir en Cristo Jesús. El matrimonio, para los cristianos, es un sacramento: o sea, una acción del Señor. Cuando los esposos se comprometen para siempre en esa entrega mutua por amor, es Cristo quien los une y consagra esa unión «con el Espíritu Eterno» con que él mismo por amor se entregó (Hb 9,14). Justo porque vino a restaurar –y así lo ha manifestado– la unión de Dios con el hombre y la unión del hombre con Dios, cuyo signo desde el principio es el matrimonio, que ahora se convierte también en sacramento de su amor hasta la muerte

En la comunidad de Jesús, los hombres y las mujeres unidos por el sacramento del matrimonio proclaman con su vida que es posible amarse. Amarse en el nombre de Jesús. Amarse más allá de las diferencias y de los conflictos de la pareja, amarse a través del perdón recíproco y del diálogo generoso. Este es el gran evangelio del matrimonio cristiano. Una verdad y un misterio que Jesús ha revelado solamente a sus discípulos, a los que creen en él y viven unidos a él.

Sábado, 29. Septiembre 2012 - 10:04 Hora
Domingo XXVI del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

1. “No es de los nuestros” (Mc 9,38). Esta frase resume bien la tentación de monopolizar la acción y la presencia Dios en un movimiento o en un grupo religioso, una tentación vivida también por Josué y por el apóstol Juan. Aunque aparentemente es una actitud que busca conservar la pureza de la fe, es en realidad una degeneración de la fe. El auténtico creyente sabe que Dios es siempre mayor y que “el Espíritu sopla donde quiere” (Jn 3,8). La respuesta de Moisés: “¡Ojalá que todo el pueblo fuera profeta y recibiera el Espíritu del Señor!” (Num 11, 29), o la de Jesús: “el que no está contra nosotros, está a favor nuestro” (Mc 9,40), es una condena de cualquier actitud que quiere monopolizar de Dios. Quien condena a los otros porque “no son de los nuestros” demuestra mezquindad, sectarismo y miedo a perder privilegios. Por eso la Iglesia de Cristo es signo y sacramento del reino y se alegra siempre de que las semillas del reino brotan y crecen también fuera de las fronteras de la propia Iglesia (cf. Fil 1,15-20).

2. Dos hechos, el de la primera lectura y el que inicia el evangelio, dan pie a las reflexiones de Moisés y de Jesús contra los exclusivismos y las pretensiones de tener controlado el don de Dios por parte de ninguna estructura (ni siquiera, por parte de la estructura más básica de la comunidad cristiana, la que formaban Jesús y sus apóstoles).
Hemos escuchado cómo Moisés critica los celos de aquellos dirigentes de la comunidad que no son capaces de aceptar que Dios no sólo actúa y habla a través suyo, sino que Dios da el Espíritu también a los que “no habían acudido a la tienda”. Y proclama: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!”. Precisamente, una de las grandes novedades cristianas será esta: todo el pueblo cristiano tiene el Espíritu Santo, es pueblo sacerdotal, tiene derecho a decir su palabra profética, y esta palabra tiene que ser escuchada de verdad.
Jesús invita a algo parecido: a reconocer que hay gente que “no es de los nuestros” y que también hacen una tarea sanadora, liberadora. Hemos escuchado cómo Juan se molesta, y Jesús en cambio lo valora y se alegra. Porque Él valora todo lo que se haga, por pequeño que sea, y que esté en línea con el Evangelio. Todos podemos tener este peligro. Y a todos nos hace falta hacer ejercicios de espíritu abierto, y valorar toda presencia del Espíritu: valorar, también, y de verdad, aquellos cristianos que no ven claras determinadas cuestiones, que no participan en esto o en aquello... pero que quieren seguir a Jesucristo. La fe y el Evangelio son demasiados vastos y demasiados ricos como para tener ganas de controlarlos y colocar cerrojos al Espíritu.
El Beato Juan Pablo II hablaba del “respeto por el hombre en su búsqueda de respuestas a las preguntas más profundas de la vida, y respeto por la acción del Espíritu en el hombre” (Redemptoris missio, 29). Y ahora que se cumple los cincuenta años del incio del Concilio Vaticano II es una buena oportunidad para volver a leer despacio la Constitución pastoral “Gaudium et Spes” como un estímulo para profundizar en la Palabra de Dios que hemos escuchado.

3. En la segunda parte del evangelio Jesús trata otro tema también importante. Jesús exige, y con mucha dureza, que en lo que decimos y en lo que hacemos, no actuemos sólo según nos parece a nosotros, sino pensando en las consecuencias que lo que decimos o hacemos pueden acarrear, en el mal que quizá podemos hacer a los menos preparados. Porque cosas que a nosotros nos parecen normales (y que quizá incluso lo son) pueden hacer mucho daño a otros, pueden escandalizar inútilmente. Por el bien de estos otros más débiles, dice Jesús, hay que evitar estas cosas. En definitiva se trata de la advertencia que hace Jesús de que el don de la fe es tan grande que es necesario vencerse a sí mismos, hasta morir si fuera necesario, con tal de no ser obstáculo para el bien del hermano. Jesús invita a los discípulos maduros (a los más formados) a controlar con sumo cuidado su comportamiento social (el pie, la mano) y personal (el ojo) para evitar que, el orgullo de la propia seguridad se vuelva causa de mal para los hermanos que buscan a Dios con simplicidad y sencillez.
Y termina Jesús con una proclamación general de la importancia del Reino por encima de todo. Hay que renunciar a lo que sea, hay que pasar por lo que sea, para no quedar marginado del Reino. Se trata de una llamada muy fuerte para nuestras comunidad cristiana, a que se sitúe en la línea del anuncio explícito del Evangelio, con la palabra y con el testimonio de la propia vida.

4. Que la Palabra que hemos escuchado sea un revulsivo para nuestra vida cristiana, que la Eucaristía que vamos a celebrar nos alimente para saber mirar al hermano con los ojos con los que mira Jesús, sabiendo que todos juntos, cada uno desde sus circunstancias, podemos construir el Reino de Dios; para buscar en Cristo nuestra verdadera riqueza y también para experimentar que nuestro modelo de humildad y sencillez es Cristo mismo que se entrega por nosotros. Que así sea.

Sábado, 22. Septiembre 2012 - 10:27 Hora
Domingo XXV del Tiempo Ordinario (B)

Queridos hermanos: en la Palabra de Dios que acabamos de escuchar, Jesús vuelve de nuevo al tema del evangelio del domingo pasado. Nos habla de su entrega a los hombres, de su muerte y de su resurrección. Y el evangelio nos dice que los discípulos no entendían aquello. No podían concebir que Jesús, el amigo, el Maestro, aquel por quien había dejado todo, pudiera acabar desapareciendo de entre ellos; y desapareciendo de la manera en que él se lo ha anunciado.

Jesús poco a poco les va revelando el sentido auténtico de su mesianismo, el misterio de su persona y de su destino. Y hoy, en esa revelación progresiva, Jesús les habla tanto de la verdadera grandeza en la comunidad de Jesús como del sentido evangélico de la autoridad. Quien se decide a seguir a Jesús debe asumir como él un camino de donación y de servicio; se trata de un camino que contradice la lógica del mundo y que muchas veces se vive en la soledad y el sufrimiento.

Los discípulos no podían admitir esta realidad, y Jesús los prepara, aun cuando sean incapaces de conectar con Él. Hemos visto cómo los intereses de los discípulos eran muy distintos a los del Maestro. Ante el solemne anuncio de Jesús, ellos discutían quién iba a ser el primero, quién era el más importante. Tienen el corazón en los intereses humanos. Y eso sigue pasando en nuestro mundo, y entre nosotros. Muchas veces todo se resume en ser importante, figurar, ser alguien.
Las responsabilidades en el seno de la comunidad han de ser un servicio. Debemos guardar un estilo sencillo, humilde. Y no aprovecharnos de nuestra responsabilidad para imponer ni para presumir. Debemos ser, interior y exteriormente, servidores del Señor y de la comunidad. Y valorar este servicio. Esa es la gran vocación del cristiano. Así nos lo ha recordado hoy Jesús, como en tantas otras ocasiones: la gran dignidad del cristiano, del seguidor del Maestro, está en servir a los hermanos. Hoy lo concretaba con estas palabras: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Este es nuestro objetivo auténtico y para el que muchas veces tenemos que purificar el corazón: servir a los demás, a ejemplo de Cristo, el Siervo de todos.

Hemos escuchado también cómo Jesús, ya en casa, en Cafarnaún, hace un gesto simbólico: en medio de los discípulos coloca a uno que es verdaderamente grande, precisamente porque es pequeño y se encuentra en una situación de necesidad: es un niño, es decir, la expresión más pequeña y más débil del ser humano. Con este gesto les enseña a los discípulos que lo importante no es saber quién es el más grande, sino poner en el centro de interés de la comunidad, de la parroquia, de toda la Iglesia, a quien es más pequeño. El niño, es decir, el ser humano más débil, simboliza aquello que debe ser el objeto principal del compromiso y de la atención de la comunidad. Acoger a los débiles y servir a los más pequeños es como acoger a Cristo y a Dios: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”.

El niño es una clara imagen de Jesús, el Mesías pobre, frágil, pequeño, pero confiado totalmente en las manos de su Padre; porque el niño es grande por su pequeñez, por su fragilidad, por su capacidad de abandono en las manos de uno más grande.

El niño puesto en el centro del grupo se vuelve maestro de los discípulos, que están llamados a seguir a Jesús por el camino de la pequeñez y de la muerte y que tienen como vocación preocuparse y servir sobre todo a los más pequeños y pobres entre los hombres. Él ya les ha mostrado su secreto, la enseñanza oculta que aún no deben transmitir: la gloria del Mesías está en entregarse, en no aferrarse a la propia vida sino en darla en favor de los demás, abandonándose totalmente en las manos de Dios.

Jesús, a través del gesto simbólico del niño, subraya esta enseñanza que les ha dado mientras iban de camino. No son grandes los que poseen la fuerza del poder o el prestigio de tener dinero; no son grandes los que mandan y se hacen servir de los otros. La verdadera grandeza del hombre es la de Jesús, que sabe perder y morir por amor; la verdadera grandeza es la del niño, que se abandona sin cálculos, despojado de todo orgullo.

Participemos en esta celebración y vivamos el misterio del amor de Dios. Vivamos la entrega de Jesús en favor de todos nosotros; una entrega que ha sido total. Que el alimento que él nos da hoy de nuevo en la Eucaristía nos ayude a ser capaces de darnos, también nosotros, a los demás.

Imagen: Vitold Wojkiewicz (1879-1909), Jesús con los niños.

Sábado, 15. Septiembre 2012 - 11:53 Hora
DOMINGO 24 DEL TIEMPO ORDINARIO /B


Isaías 50, 5-9a; Santiago 2, 14-18; Marcos 8, 27-35

¿Para ti quién soy yo?, sigue preguntando Jesús a cada uno

Los tres [evangelios] sinópticos refieren el episodio de Jesús, cuando en Cesarea de Filipo preguntó a los apóstoles cuáles eran las opiniones de la gente sobre Él. El dato común en los tres es la respuesta de Pedro: «Tú eres el Cristo». Mateo añade: «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16) que podría, si embargo, ser una manifestación debida a la fe de la Iglesia después de la Pascua.

Pronto el título «Cristo» se convirtió en un segundo nombre de Jesús. Se encuentra más de 500 veces en el Nuevo Testamento, casi siempre en la forma compuesta «Jesucristo» o «Nuestro Señor Jesucristo». Pero al principio no era así. Entre Jesús y Cristo se sobreentendía un verbo: «Jesús es el Cristo». Decir «Cristo» no era llamar a Jesús por el nombre, sino hacer una afirmación sobre Él.

Cristo, se sabe, es la traducción griega del hebreo Mashiah, Mesías, y ambos significan «ungido». El término deriva del hecho que en el Antiguo Testamento reyes, profetas y sacerdotes, en el momento de su elección, eran consagrados mediante una unción con óleo perfumado. Pero cada vez más claramente en la Biblia se habla de un Ungido o Consagrado especial que vendrá en los últimos tiempos para realizar las promesas de salvación de Dios a su pueblo. Es el llamado mesianismo bíblico, que asume diversos matices según el Mesías sea visto como un futuro rey (mesianismo real) o como el Hijo del hombre de Daniel (mesianismo apocalíptico).

Toda la tradición primitiva de la Iglesia es unánime al proclamar que Jesús de Nazaret es el Mesías esperado. Él mismo, según Marcos, se proclamará tal ante el Sanedrín. A la pregunta del sumo sacerdote: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?», Él responde: «Sí, lo soy» (Mc 14, 61 s.).

Tanto más, por lo tanto, desconcierta la continuación del diálogo de Jesús con los discípulos en Cesarea de Filipo: «Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él». Sin embargo el motivo está claro. Jesús acepta ser identificado con el Mesías esperado, pero no con la idea que el judaísmo había acabado por hacerse del Mesías. En la opinión dominante, éste era visto como un líder político y militar que liberaría a Israel del dominio pagano e instauraría con la fuerza el reino de Dios en la tierra.

Jesús tiene que corregir profundamente esta idea, compartida por sus propios apóstoles, antes de permitir que se hablara de Él como Mesías. A ello se orienta el discurso que sigue inmediatamente: «Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho...». La dura palabra dirigida a Pedro, que busca disuadirle de tales pensamientos: «¡Quítate de mi vista, Satanás!», es idéntica a la dirigida al tentador del desierto. En ambos casos se trata, de hecho, del mismo intento de desviarle del camino que el Padre le ha indicado –el del Siervo sufriente de Yahveh- por otro que es «según los hombres, no según Dios».

La salvación vendrá del sacrificio de sí, de «dar la vida en rescate por muchos», no de la eliminación del enemigo. De tal manera, de una salvación temporal se pasa a una salvación eterna, de una salvación particular –destinada a un solo pueblo- se pasa a una salvación universal.

Lamentablemente tenemos que constatar que el error de Pedro se ha repetido en la historia. También determinados hombres de Iglesia, y hasta sucesores de Pedro, se han comportado en ciertas épocas como si el reino de Dios fuera de este mundo y debiera afirmarse con la victoria (si es necesario también de las armas) sobre los enemigos, en vez de hacerlo con el sufrimiento y el martirio.

Todas las palabras del Evangelio son actuales, pero el diálogo de Cesarea de Filipo lo es de forma del todo especial. La situación no ha cambiado. También hoy, sobre Jesús, existen las más diversas opiniones de la gente: un profeta, un gran maestro, una gran personalidad. Se ha convertido en una moda presentar a Jesús, en los espectáculos y en las novelas, en las costumbres y con los mensajes más extraños. El Código da Vinci es sólo el último episodio de una larga serie.

En el Evangelio Jesús no parece sorprenderse de las opiniones de la gente, ni se retrasa en desmentirlas. Sólo plantea una pregunta a los discípulos, y así lo hace también hoy: «Para vosotros, es más, para ti, ¿quién soy yo?». Existe un salto por dar que no viene de la carne ni de la sangre, sino que es don de Dios que hay que acoger mediante la docilidad a una luz interior de la que nace la fe. Cada día hay hombres y mujeres que dan este salto. A veces se trata de personas famosas –actores, actrices, hombres de cultura- y entonces son noticia. Pero infinitamente más numerosos son los creyentes desconocidos. En ocasiones los no creyentes se toman estas conversiones como debilidad, crisis sentimentales o búsqueda de popularidad, y puede darse que en algún caso sea así. Pero sería una falta de respeto de la conciencia de los demás arrojar descrédito sobre cada historia de conversión.

Una cosa es cierta: los que han dado este salto no volverían atrás por nada del mundo, y más todavía, se sorprenden de haber podido vivir tanto tiempo sin la luz y la fuerza que vienen de la fe en Cristo. Como San Hilario de Poitiers, que se convirtió siendo adulto, están dispuestos a exclamar: «Antes de conocerte, yo no existía».

Padre Raniero Cantalamessa,

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