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Lunes, 9. Abril 2012 - 09:15 Hora
La Pascua cristiana


José Barros Guede

La Pascua cristiana es la primera y principal fiesta de la Iglesia en la que los cristianos recordamos, celebramos y conmemoramos la resurrección del histórico Jesús de Nazaret, Hijo de Dios. Se extiende durante cuarenta días, desde el domingo de Resurrección hasta su Ascensión a los Cielos. Durante este tiempo visita con su cuerpo glorioso, inmortal, incorruptible, ágil y sutil a sus discípulos, les habla, come con ellos y les da unos poderes y carismas especiales para predicar el Reino de Dios por todo el mundo. Su resurrección no es una teoría, ni un mito, ni un sueño, ni una visión, ni una utopía, ni una fábula, sino que es una realidad según los testimonios escritos en los libros del Nuevo Testamento.

La resurrección de Jesús de Nazaret es la base y fundamento de la predicación cristiana y la garantía de nuestra resurrección a una vida eterna en la casa de Dios Padre, si creemos a sus palabras que dirigió a Marta con ocasión de la muerte de su hermano Lázaro: “Yo soy la resurrección y vida, y aquel que crea en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn. 11.25). La primera fuente histórica escrita que narra la resurrección de Jesús de Nazaret es la carta de Pablo de Tarso a los fieles de Corinto, que data del año 56 del primer siglo de nuestra Era cristiana.
En ella, san Pablo recoge la tradición oral de la primitiva Iglesia, y enseña: “Os tramito lo que yo he recibido, que Cristo murió por nuestros pecados, fue sepultado y resucitó según las Escrituras, se apareció a Pedro, luego a los doce, después a más de quinientos hermanos, luego a Santiago y finalmente a mí”. Continúa: “Si Cristo no resucitó vana es nuestra predicación y vana es nuestra fe, pero ha resucitado entre los muertos como primicias de los que duermen” (Cor. 15, 3- 20).
Las Actas de los Apóstoles en su artículo primero relatan: “Jesús se presentó vivo a los apóstoles, con muchas pruebas evidentes, apercibiéndoles del Reino de Dios.” Más adelante, en dichas Actas, leemos que Pedro, en el día de Pentecostés, pronuncia el siguiente discurso: “Varones israelitas, escuchad estas palabras, Jesús Nazareno, varón probado por Dios con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él en medio de vosotros y a quien vosotros disteis muerte, Dios le ha resucitado” (Actas 2. 22-24). Dice al centurión Cornelio, hombre piadoso y temeroso de Dios, de guarnición en Cesárea: “Dios resucitó a Jesús, al tercer día, y se manifestó a los testigos elegidos por Dios, nosotros que comimos y bebimos con él, después de haber resucitado entre los muertos” (Actas 10, 40-42).
San Mateo describe dos apariciones de Jesús resucitado: Una a las mujeres en el mismo día de su resurrección cuando regresaban del sepulcro saliéndoles a su encuentro, y otra a los once apóstoles en Galilea. San Marcos narra tres: Una a María Magdalena, otra a dos discípulos que iban de camino y la tercera a los once comiendo con ellos un trozo de pez. San Lucas refiere dos: Una a los discípulos de Emaús y otra a los once comiendo un trozo de pez asado. Juan relata cuatro: Una a María Magdalena llorando sobre su sepulcro, la segunda a los apóstoles ausente Tomás, la tercera presente Tomás, y la cuarta, a orillas del lago de Galilea, a siete discípulos, entre ellos, Pedro, que estaban pescando y a quienes les dio a comer pan y peces.

La Iglesia cristiana de los primeros días y años cree que la resurrección gloriosa de Jesús de Nazaret es un hecho cierto y seguro, y así, lo predica y trasmite a las siguientes generaciones. La historia de veintiún siglos relata que miles y miles de millones de personas creen y predican la resurrección de Jesús, como primicia, garantía, figura y ejemplo de nuestra futura resurrección.
El prefacio de difuntos expresa: “La vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, sino que se trasforma” a semejanza de la vida de Jesús resucitado. Es un misterio que la razón y ciencia no entiende, pero que los humanos sentimos como una necesidad de ser y permanecer vivos e inmortales en la eternidad. Santo Tomás de Aquino enseña a este respeto: “Cristo en su resurrección no retornó a su vida ordinaria terrena, sino que adquirió una vida inmortal igual a la divinidad” (S. T. q.55.2 y 5).

Miguel de Unamuno escribe: “Cada cual lleva en sí un Lázaro que solo necesita de un Cristo que lo resucite, y ¡ay de los pobres Lázaros que acaban bajo el sol su carrera de amores y dolores aparenciales sin haber topado con el Cristo que les diga levántate!”. En otro lugar escribe: “Por debajo del mundo visible y ruidoso en que nos agitamos y del que se habla, hay otro mundo invisible y silencioso en que reposamos, otro mundo del que no se habla”. Este mundo invisible y silencioso en el que viven ya nuestros antepasados es la vida eterna del Reino de Dios o de los Cielos, contemplando y amando a Dios Padre, Hijo Jesús y Espíritu Santo.

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