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Jueves, 9. Junio 2011 - 09:04 Hora
Sobre la crisis de los Pepinos


“Nada humano considero que me sea ajeno”. Esa frase del poeta latino Terencio, ampliada y modificada, encabeza la constitución conciliar sobre la Iglesia en el mundo moderno. El cristiano, en efecto, no puede ni debe ignorar lo que pasa a su alrededor. Entre otras razones porque todo lo que pasa, le pasa a alguien. A personas que no pueden serle indiferentes.

Dicho sea esto con relación a la llamada crisis del pepino. Como se sabe el día 23 de mayo de este año 2011, la concejal de Salud de Hamburgo, Cornelia Prüfer-Storks atribuye a los pepinos españoles un brote infeccioso causado por la bacteria Escherichia Coli. Basándose solamente en indicios, la Unión Europea pone en marcha inmediatamente sus protocolos de alerta alimentaria.

Ante la lentitud y la falta de reflejos de los gobernantes españoles, media Europa rechaza el consumo de productos hortofrutícolas españoles, cuya venta cae de un modo dramático. Días más tarde Alemania reconoce que la acusación se infundada y sospecha que el origen de la epidemia puede estar en un centro de distribución de soja en el estado alemán de la Baja Sajonia.

Otros detalles convierten a esta peripecia en una parábola, de la que cabe deducir muchas consecuencias y reflexiones morales.

En primer lugar, es preciso lamentar la muerte de las víctimas de la bacteria y hacer nuestro el dolor de sus familiares y el de los numerosos enfermos afectados. Pero también es necesario sentir la frustración y el disgusto de los agricultores y transportistas que han tenido que sufrir las consecuencias dramáticas de una gestión tan desafortunada de la crisis. La imprudencia de un gobierno es un pecado tan grave como la inoperancia de otro.

En segundo lugar, una nota sobre la Comunidad Europea. Los padres de la Europa unida, Schuman, De Gasperi, Adenauer y Monet, trataban de superar los odios, prevenir las guerras y asentar las bases para una comunidad de paz y de justicia. Pero las fáciles acusaciones a un país miembro de la Unión no reflejan aquellos ideales primeros de colaboración y de fraternidad.

En tercer lugar es preciso recordar el aspecto ético de la difamación y la calumnia. Es difícil recoger el agua derramada. Una maligna insinuación puede destruir para siempre a una persona. Una declaración política puede dañar en pocas horas el prestigio de los frutos y de los agricultores, de las prácticas agrarias y de los controles sanitarios establecidos por un país. Pero la credibilidad de los productores y de los mercados no se recupera tan pronto.

Finalmente, habrá que mirar al futuro y tratar de articular las medidas necesarias para una mayor colaboración económica y política entre los estados miembros de la Unión y solicitar la colaboración respetuosa de los medios de comunicación. De lo contrario, el ideal de la fraternidad puede romperse en una desconfianza mutua.

José-Román Flecha Andrés
Universidad Pontificia de Salamanca

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