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Miércoles, 16. Abril 2025 - 10:49 Hora
VIVGILIA PASCUAL Y DOMINGO DE PASCUA

NO ESTÁ ENTRE LOS MUERTOS

«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado». Según Lucas, éste es el mensaje que escuchan las mujeres en el sepulcro de Jesús. Sin duda, el mensaje que hemos de escuchar también hoy sus seguidores. ¿Por qué buscamos a Jesús en el mundo de la muerte? ¿Por qué cometemos siempre el mismo error?
¿Por qué buscamos a Jesús en tradiciones muertas, en fórmulas anacrónicas o en citas gastadas? ¿Cómo nos encontraremos con él, si no alimentamos el contacto vivo con su persona, si no captamos bien su intención de fondo y nos identificamos con su proyecto de una vida más digna y justa para todos?
¿Cómo nos encontraremos con «el que vive», ahogando entre nosotros la vida, apagando la creatividad, alimentando el pasado, autocensurando nuestra fuerza evangelizadora, suprimiendo la alegría entre los seguidores de Jesús?
¿Cómo vamos a acoger su saludo de «Paz a vosotros», si vivimos descalificándonos unos a otros? ¿Cómo vamos a sentir la alegría del resucitado, si estamos introduciendo miedo en la Iglesia? Y, ¿cómo nos vamos a liberar de tantos miedos, si nuestro miedo principal es encontrarnos con el Jesús vivo y concreto que nos transmiten los evangelios?
¿Cómo contagiaremos fe en Jesús vivo, si no sentimos nunca «arder nuestro corazón», como los discípulos de Emaús? ¿Cómo le seguiremos de cerca, si hemos olvidado la experiencia de reconocerlo vivo en medio de nosotros, cuando nos reunimos en su nombre?
¿Dónde lo vamos a encontrar hoy, en este mundo injusto e insensible al sufrimiento ajeno, si no lo queremos ver en los pequeños, los humillados y crucificados? ¿Dónde vamos a escuchar su llamada, si nos tapamos los oídos para no oír los gritos de los que sufren cerca o lejos de nosotros?
Cuando María Magdalena y sus compañeras contaron a los apóstoles el mensaje que habían escuchado en el sepulcro, ellos «no las creyeron». Éste es también hoy nuestro riesgo: no escuchar a quienes siguen a un Jesús vivo.

DOMINGO DE PASCUA


¿DÓNDE BUSCAR AL QUE VIVE?

La fe en Jesús, resucitado por el Padre, no brotó de manera natural y espontánea en el corazón de los discípulos. Antes de encontrarse con él, lleno de vida, los evangelistas hablan de su desorientación, su búsqueda en torno al sepulcro, sus interrogantes e incertidumbres.
María de Magdala es el mejor prototipo de lo que acontece probablemente en todos. Según el relato de Juan, busca al crucificado en medio de tinieblas, «cuando aún estaba oscuro». Como es natural, lo busca «en el sepulcro». Todavía no sabe que la muerte ha sido vencida. Por eso, el vacío del sepulcro la deja desconcertada. Sin Jesús, se siente perdida.
Los otros evangelistas recogen otra tradición que describe la búsqueda de todo el grupo de mujeres. No pueden olvidar al Maestro que las ha acogido como discípulas: su amor las lleva hasta el sepulcro. No encuentran allí a Jesús, pero escuchan el mensaje que les indica hacia dónde han de orientar su búsqueda: « ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado».
La fe en Cristo resucitado no nace tampoco hoy en nosotros de forma espontánea, sólo porque lo hemos escuchado desde niños a catequistas y predicadores. Para abrirnos a la fe en la resurrección de Jesús, hemos de hacer nuestro propio recorrido. Es decisivo no olvidar a Jesús, amarlo con pasión y buscarlo con todas nuestras fuerzas, pero no en el mundo de los muertos. Al que vive hay que buscarlo donde hay vida.
Si queremos encontrarnos con Cristo resucitado, lleno de vida y de fuerza creadora, lo hemos de buscar, no en una religión muerta, reducida al cumplimiento y la observancia externa de leyes y normas, sino allí donde se vive según el Espíritu de Jesús, acogido con fe, con amor y con responsabilidad por sus seguidores.
Lo hemos de buscar, no entre cristianos divididos y enfrentados en luchas estériles, vacías de amor a Jesús y de pasión por el Evangelio, sino allí donde vamos construyendo comunidades que ponen a Cristo en su centro porque, saben que «donde están reunidos dos o tres en su nombre, allí está Él».
Al que vive no lo encontraremos en una fe estancada y rutinaria, gastada por toda clase de tópicos y fórmulas vacías de experiencia, sino buscando una calidad nueva en nuestra relación con él y en nuestra identificación con su proyecto. Un Jesús apagado e inerte, que no enamora ni seduce, que no toca los corazones ni contagia su libertad, es un "Jesús muerto". No es el Cristo vivo, resucitado por el Padre. No es el que vive y hace vivir.

LAS CICATRICES DEL RESUCITADO
Vosotros lo matastéis, pero Dios lo resucitó" esto es lo que predican con fe los discípulos de Jesús por las calles de Jerusalén a los pocos días de su ejecución. Para ellos, la resurrección es la respuesta de Dios a la acción injusta y criminal de quienes han querido callar para siempre su voz y anular de raíz su proyecto de un mundo más justo.

No lo hemos de olvidar. En el corazón de nuestra fe hay un Crucificado al que Dios le ha dado la razón. En el centro mismo de la Iglesia hay una víctima a la que Dios ha hecho justicia. Una vida «crucificada», pero vivida con el espíritu de Jesús, no terminará en fracaso, sino en resurrección.

Esto cambia totalmente el sentido de nuestros esfuerzos, penas, trabajos y sufrimientos por un mundo más humano y una vida más dichosa para todos. Vivir pensando en los que sufren, estar cerca de los más desvalidos, echar una mano a los indefensos… seguir los pasos de Jesús, no es algo absurdo. Es caminar hacia el Misterio de un Dios, que resucitará para siempre nuestras vidas.

Los pequeños abusos que podamos padecer, las injusticias, rechazos o incomprensiones que podamos sufrir, son heridas que un día cicatrizarán para siempre. Hemos de aprender a mirar con más fe las cicatrices del Resucitado. Así serán un día nuestras heridas de hoy. Cicatrices curadas por Dios para siempre.

Esta fe nos sostiene por dentro y nos hace más fuertes para seguir corriendo riesgos. Poco a poco hemos de ir aprendiendo a no quejarnos tanto, a no vivir siempre lamentándonos del mal que hay en el mundo y en la Iglesia, a no sentirnos siempre víctimas de los demás. ¿Por qué no podemos vivir como Jesús, diciendo: «Nadie me quita la vida, sino que soy yo quien la doy»?

Seguir al Crucificado hasta compartir con él la resurrección es, en definitiva, aprender a «dar la vida», el tiempo, nuestras fuerzas y, tal vez, nuestra salud por amor. No nos faltarán heridas, cansancio y fatigas. Una esperanza nos sostiene: un día, «Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque todo este mundo viejo habrá pasado».





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